En frente de la misma ventana, Eugenia Maria yace apacible sobre su silla de ruedas. “Yo no estoy loca” –piensa. Las persianas solo permiten que vagos haces luminosos se cuelen dentro de la espaciosa pieza confiriendo a Eugenia Maria un aspecto irreal. Sus cabellos lacios y rubios le caen a ambos lados de la cara y terminan a media espalda. Tiene ojeras, la piel reseca y sin color. Sus ojos verdes están turbios, como si una muerte pasajera se hubiera apoderado de ellos. Su ser apenas emite señales de vida, acaso un pulso casi inexistente, uno que otro parpadeo involuntario; la respiración lenta y moribunda, melódica y nostálgica. Ya son las 00:27 y espera a que alguien le aplique una inyección para que pueda dormir sin problemas y no tener que ser atada por las extremidades a la cama.
No hace más que esperar. Mueve un dedo, ahora los ojos; después exhala más fuerte. Sigue esperando, en verdad, a las 00:28 horas no hay mucho que esperar, quizá el sueño, quizá.
Llega a su memoria el recuerdo del día antes de la entrevista, también era de noche, de las últimas noches donde seguiría ejerciendo uno de los oficios más antiguos del mundo en aquella misma esquina, de aquella misma calle. Sabía muy bien que después de las cinco de la mañana era muy difícil encontrar clientes, por consiguiente pensaba ya en irse a descansar; sin embargo, algo le indicó ese día que debía permanecer unos minutos más. Así lo hizo, prendió un cigarro, se frotó los brazos debido al frío. Miraba al fondo de la avenida para divisar si aparecía un posible cliente. Aquella había sido una jornada mala.
-Anda, solo un ratito, aquí atrás, en las plantas del hotel –Le dijo un vagabundo que tenía por conocido y quien a veces la molestaba. No obstante, otras tantas, le había regalado cigarros y algún trago.
-No jodas, hoy no me ha ido muy bien como para andarme acostando con pobres como tu. Vete. –Contestó Eugenia María.
-No seas coda, que te cuesta. Va a ser bien rápido –Replicó el vagabundo acercándosele de más e intentando tocarla.
-¡Que no cabrón! ¡¿Qué no entiendes?! –Le dijo Eugenia María metiendo una mano en su bolsa. El vagabundo sabía que podía sacar una navaja, ya la había visto usarla con borrachos que se le acercaban a ella con prepotencia. Se hizo para atrás alzando las manos.
-Ta bien, ta bien, nomás solo decía… pero has de querer que te ayude en algo… -Dijo el vagabundo. A Eugenia María le pareció pesar que el vagabundo tenía razón.
-No confundas los negocios con los favores –Le dijo cruzando los brazos y mirando para el otro lado de la calle.
-Ya, está bien, haber que día se me hace –Dijo el vagabundo que empezó a caminar tambaleándose para cruzar la calle. Eugenia María no le dio importancia y se fijó bien en un auto viejo que se detuvo en frente de ella, los cristales polarizados se bajaron.
-¿Cuánto…..? –Apenas si pudo decir un adolescente alcoholizado que no rebasaba los dieciséis años.
-Mil quinientos pero me vienes a dejar hasta aquí –Dijo Eugenia María mirando de soslayo el descuidado auto y tratando de no reparar en las facciones poco atractivas del adolescente.
-¡AH! ¡No jodas! ¡Ni que estuvieras tan bueeeena! Menos y si… -Contestó el adolescente,- si ya has de estar muy usada....
-¡Eso te vale! ¡¿Quieres o no?! ¡Pinche escuincle pobre, ni siquiera has de tener pelos en las axilas! –Contestó indignada Eugenia Maria. El adolescente le escupió y haciendo revolucionar el motor de su carro, se marchó.
-¡Cabrón! –Gritó Eugenia María, que comenzó a caminar hacia el lado contrario de la calle buscando en su bolso un papel para limpiarse.
La claridad lo comenzaba a invadir todo, el cielo iba tornándose albo, las paredes de los edificios rebelaban poco a poco la pintura resquebrajada, las ventanas opacas o los muros estigmatizados por las vicisitudes del medio; el humo, el tiempo y la tinta del aerosol. Las aves despertaban desde los pocos árboles que custodiaban aquellas avenidas solitarias, todavía podían escucharse algunos grillos chirriar; y sobre todo, la afonía de una ciudad fragorosa que no emergía del letargo somnoliento. Eugenia María iba a paso lento, el ruido cadencioso de sus tacones era lo único que alteraba la hegemonía quieta y matinal. Vestía un pantalón ceñido y una blusa que le llegaba hasta antes del ombligo. El cabello rubio y suelto se revolvía sobre su cara como olas desplayándose. De vez en cuando, algún auto pasaba por ahí creando una pequeña estela de aire frío. Cerca, alguien abría una ventana, otro; subía las cortinas de hierro de algún negocio. Más lejos, una escoba tallaba el triste asfalto y quitaba las hojas de las coladeras para que el agua no se estancara cuando lloviera.
Ya casi son las 00:29 horas y Eugenia María sigue recordando aquel día, esa calle, esa avenida. A aquel único cliente manco que atendió en toda la noche y olía a whisky barato. El acto en sí duró poco, aquel individuo le contó que su sueño de visitar una destilería de whisky en las highlands de Escocia se había echo realidad; que la palabra whisky deriva del gaélico escocés “uisge beatha” y del gaélico irlandés “uisce beathadh”, que significa, en ambos casos, “agua de vida”. Después, el hombre se quedó dormido, parecía muerto. Eugenia María salió del motel en el que no estuvo siquiera una hora. Lo del borracho no fue sino cualquier otro momento más, con otra persona más, en uno de los tantos moteles que ya había visitado.
Cuando ya recién había empezado a caminar de regreso, recuerda ese auto negro que se detuvo en frente de ella, no era nuevo ni viejo, pero estaba cuidado. Un hombre, más o menos de su edad, iba dentro. Tenía el cabello algo largo, gafas oscuras y un poco de barba. Bajó la ventana. No pudo distinguir bien sus facciones.
-Hola –Dijo.
-Dos mil quinientos y me traes de regreso hasta aquí –Contestó Eugenia María poniéndose una mano en la cintura, tratando distinguir las facciones del llegado.
-Pensé que iba a ser más… te doy trescientos ya.…y mañana, de todos modos, los dos mil quinientos –Dijo el hombre.
-¡Ay mira! No me hagas reír... no jodas por favor –Contestó Eugenia María que caminaba de nuevo. El hombre echó de reversa el auto y la alcanzó.
-¡¿Qué quieres?! –Dijo Eugenia María ante la insistencia. El hombre bajó del auto y se paró en frente de ella.
-No es lo que parece –Dijo- es que necesito un favor. Sacó la cartera y se la enseñó. Traía muchos billetes.
-A mi no me hace falta el dinero, pero escucha –Agregó. Eugenia María pareció ofenderse, y confundida, se dispuso a escuchar.
-Te explico. Mira, te doy trescientos ahora, mañana que pase por ti, como a eso de las doce, vienes conmigo y te paso los dos mil quinientos; pero hay una condición… -Dijo el hombre.
-No te entiendo… ¿Por qué gastar el dinero así? –Preguntó Eugenia María
-Hazlo, el motivo luego te lo explico. Para que veas que no es juego también te doy una credencial aparte del dinero… ¿de acuerdo? –Dijo el hombre entregándole el dinero y la credencial. Eugenia María los aceptó desconfiada como si estuviera recibiendo otra cosa.
-¿Y cuál es tu condición? –Preguntó ella.
-Antes de mí, no te vayas con otro. Solamente tú y ningún otro sabor –Dijo él-… te arreglas;…no eres fea-Agregó.
Eugenia María se llenó de un leve rubor. El hombre ya se disponía a subir a su auto.
-¿Y como, según tú, quieres que me arregle? –Dijo ella jugueteando con la credencial antes de que se fuera, esa frase le había sonado conocida.
El hombre sonrió, por un momento se alzó las gafas y alzó los hombros. Su mirada era diáfana.
-Pura, mínima, –Contestó. Se fue.
Eugenia María se quedó parada, ahí, en medio de la calle, con una identificación en la mano y trescientos pesos que parecían haberlos encontrado de repente. La ciudad se comenzaba a inundar de rumores, de tintes. Los perros ladraban. A la gente que le toca trabajar de día comenzaba a realizar las primeras faenas. Miró la identificación; Aldahir Alcázar y Yermo,-Escritor, leyó. Contempló la fotografía, las facciones, los detalles; esa mirada.
Eugenia María, lúcida, sobre su silla de ruedas, a las 00:30, se sigue preguntando por que. No hay nada más en esa sala que pueda perturbar sus pensamientos, nada. La oscuridad es su testigo. La quietud su lecho. El silencio flirtea con sus dudas, con sus sensaciones, con cada cosa que no sabe y puede descifrar. Le gustaría correr las persianas, “¿Para que?” –se dice, “si es de noche, y yo se como se vive en la noche”. Eugenia María lo ve claro, como si acabara de suceder. Ve ese día, el de la entrevista, ni siquiera momentos antes sabía que iba a ser una entrevista. Desde los resquicios de su memoria llegan los instantes que transcurrieron. Se hace tarde y la enfermera no llega. “¿Se habrá quedado dormida?” –se pregunta Eugenia María. Quizá, como a ella le pasó ese día, despertando cuando eran pasadas las once; las vecinas, de igual oficio, ya se había ido a trabajar. En el cuarto donde vivía Eugenia María apenas si cabía un catre y un mueble desvencijado. Habían telarañas en los ángulos, manchas de humedad y cadáveres de insectos. Arriba vivía una pareja, la mujer; gorda, aguada y fétida, le pegaba a su marido con una antena de televisión, siempre se escuchaban los golpes.
Eugenia María se metió al baño, usaba jabón para ropa y se perfumaba con fragancias baratas . Se vistió y contempló en el espejo de marco oxidado y salitroso: botas negras de tacón hasta la rodilla, falda. Para complementar, camiseta blanca, ombliguera, y peinada de coleta alta. Llamaba la atención por su belleza. Nada de maquillaje excesivo o vulgar, labios rosas, algo de rubor y las pestañas pintadas con sombras café.
Llegó poco después de las doce a la calle concertada, como siempre, los pasajeros de algunos autos se la quedaban viendo y murmuraban en frente de ella, seguros, tras los cristales. Aún recordaba la única condición que le había pedido el tal Aldahir, -Antes de mi, no te vayas con otro –Literal. Miró el reloj, viendo que ya era doce y medio, y el individuo aquel no llegaba. A los pocos instantes se detuvo en frente de ella una camioneta grande, lujosa y reluciente. Desde el vehículo dos hombres la saludaron, eran algo obesos, con bigote y traían chamarras de cuero, collares, muñequeras y anillos resplandecientes y dorados.
-Súbete, reina, que hoy te vas a hacer millonaria –Dijo uno de ellos tocándose el bigote y mirándola de arriba abajo.
Eugenia María sabía que aquellas gentes traían mucho dinero, que en esa sola noche podría sacar lo restante para la semana, y, tal vez, hasta darse el gusto de no salir en los próximos días; estaba dubitante. Miraba a todas partes, no se le olvidaba nada de lo ocurrido el día anterior.
-Anda, preciosa, te prometo que nos vamos a portar bien –Insistía el hombre- Traemos unas botellas buenas, y, también mucho varo, y será por cada uno…
-Si, chiquita, no te vas a arrepentir. Traigo la cartera bien gorda y va a ser para ti –Añadió el otro mientras se tocaba la barba y le veía las piernas.
Eugenia María, por un momento, llegó a imaginar el supuesto dinero, sin importar quienes fuera esos sujetos, a que se dedicaran o como se llamaran. Quería que no importaran sus cuerpos peludos, mórbidamente obesos. Las caricias desenfrenadas de sus manos, el aliento hediondo, sus barbas, sus bigotes, o sus dientes de oro. ¿Qué más daba sentir esos labios con herpes? Dedos callosos. Esas cicatrices de sífilis y gonorrea. Resabios de insalubridad, preámbulos de muerte. A veces uno, a cambio de otras cosas, puede sobreponerse a otras tantas; según se quiera ver. Eugenia María dio media vuelta y se metió a una tienda que aún estaba en servicio. Los hombres se indignaron, y, acelerando de un momento a otro el motor de la camioneta, se marcharon.
-¡Chíngate, puta mal parida! –Gritó uno de ellos al tiempo en se iban.
Eugenia María no salió del establecimiento hasta que se hubieron alejado varias calles después. La gente, que en ese momento estaba comprando algún bien, se detuvo al momento de la sonora frase, claro está, boquiabierta y sin quitar su atención de ella.
-¿Se encuentra usted bien, señorita? –Le preguntó el hombre que cobraba.
-Si –Respondió apenas mirando.
-¿Necesita algo? –Volvió a preguntar el hombre.
-No, gracias –Contestó Eugenia María sin voltear a verlo.
Alrededor, una mujer le tapó los ojos a un niño pequeño que iba con ella. Las otras personas susurraban, unos adolescentes que compraban cerveza no despegaron su atención, susurrándose al oído y mirándola sin el mínimo pudor. Así, sin más, salió de nuevo a la calle.
-¿Dónde se habrá metido ese –Se preguntó a si misma, que miraba a ambos lados de la calle y cubriéndose los ojos para evitar que las luces de los carros la deslumbrara. Contempló su reloj, se bajó la falda y cruzó los brazos en la gélida noche. Las personas que salían del local, al tener que pasar cerca de ella, trataron de desviar su ruta.
Eugenia María seguía esperando. Algún carro se detuvo, pero pronto constataba que no era quien ella esperaba. Sacó la credencial, volvió a mirar el reloj.
Pasaron casi cuarenta minutos después cuando el mismo auto del día anterior se detuvo en la acera. Del el bajó la misma persona.
-Lo siento, se me hizo tarde. Es que estaba con unos amigos –Dijo él.
-Ah mira, mientras tú te diviertes, yo aquí estoy perdiendo tiempo, clientes y dinero. ¿Qué divertido no? –Respondió ella.
El no contestó nada, solo se quedó parado contemplándola.
-Bueno, ya, a lo que vamos, que ya es tarde y no he ganado nada. No te quedes ahí parado –Dijo Eugenia María queriendo como despegarse de su atención.
-¡Ah, si! –Dijo él- Claro. Apresurándose le abrió la puerta del auto. Ella entró suspicaz.
-¿A dónde vamos? –Preguntó ella
-A mi casa –Dijo él. Eugenia María se volteó a verlo sin entender bien.
-Para que tanta formalidad, a la vuelta hay varios hoteles baratos.
El volteó, frunció el ceño y después sonrió. Durante el trayecto no se dijeron casi nada.
-Creo que te ves bien –Dijo él antes de bajar a abrirle la puerta.
-Gracias –Apenas pudo contestar.
La casa no era grande. Dentro, de inmediato, había una sala con dos sillones y junto el comedor. Una luz amarillenta y moribunda alimentaba ambas piezas, el resto, estaba oscuro.
-¿Gustas algo? ¿Café? –Preguntó él.
-Café…. Aldahir se levantó y enseguida trajo una taza vaporosa. Eugenia María se sentó en uno de los sillones, la luz mortecina apenas iluminaba.
-Mira, solo respóndeme a todo lo que te pregunte, te pago y luego te iré a dejar. ¿Bien? –Le dijo. Ella no parecía captar, trató de mostrar seguridad, nada le parecía lo acostumbrado. Dio un sorbo a la bebida.
-¿Cómo te llamas?
-Eugenia María Dávalos del Sagrado Corazón de Jesús y todos los Santos.
-¿Desde hace cuanto que te dedicas a esto?
-Creo que siete años.
-¿Sabe tu familia? ¿Alguien más está enterado? Aldahir anotaba todo en una libreta sobre sus rodillas. Miró a su alrededor, tenía la mirada cansada, algunos mechones de cabello le caían en la frente.
-Solo mi madre se enteró al principio, después se fue con todo. Los demás no sé donde estén.
-¿Quiénes son los demás?
-Mi papá, mi hermano y un medio hermano.
-¿Qué hay acerca de ellos?
-Mi papá nos dejó y mi hermano se fue de mojado a los estados.
-¿Y el otro? Tu medio hermano. ¿Qué hay de él? ¿Lo conociste? ¿Recuerdas algo? Eugenia María parecía remembrar. Sus ojos se conjugaron con los de él, que tenía la pluma sobre los labios. Recordó y cambió la mirada. Sintió algo.
-Si. Yo tenía diez años y mi hermano tres. Mi papá había estado raro, un día llegó y le dijo a mi mamá: <
-¿Y luego? –Preguntó Aldahir.
-De regreso íbamos callados, mi papá se contenía la hemorragia con una servilleta. Cuando nos detuvimos en un crucero pasó un vendedor de papalotes; mi hermano exclamó emocionado y mi mamá se lo compró. Fuimos a un llano de fútbol a volarlo, mi papá no se bajó, estoy segura que lo hicieron para que se nos olvidara… -Dijo Eugenia María con la vista fija en las manos de Aldahir escribiendo.
-¿Y después? ¿Cómo era ese día?
-Atardecía, mi hermano reía, el sol era naranja, el cielo rosa, morado, rojo y violeta -Dijo Eugenia María. Esperaba a que Aldahir terminara de anotar para que levantara la cara-. Algunos meses después nos dejó mi papá, mi mamá enloqueció por las deudas, la soledad y otras cosas; nos dejó a mi hermano a mí con una señora “supuesta” amiga suya, la desgraciada nos puso a trabajar. No teníamos documentos ni nada, casi éramos de su propiedad.
-¿Y como fue que empezaste de…? Bueno, ya sabes –Dijo Aldahir.
-¿De prostituta?. Fue una noche lluviosa, esa desgraciada me dijo que si quería comer algo, yo dije que si. Me acarició la cara y dijo que no era nada fea; en ese momento alguien tocó en la puerta, ella fue abrir y entró un hombre de la misma vecindad. Ya lo tenía planeado, no supe que hacer, la maldita todavía tuvo la osadía de decirme que me relajara… el hombre me dio asco. Al final, con lo mismo que me pagó, la señora y yo salimos a comer tacos; <
-Entiendo –Dijo Aldahir, que rozó su dedo meñique.- ¿Y dime, alguna vez te ha gustado alguien, te has enamorado, pareja; o algo? Ella se quedó pensando y mirando la mano con la que la había tocado. Balbuceó algo. Corrigió.
-Alguna vez he tenido clientes que no son feos, solo eso; desde que he estado en edad para esas cosas no he tenido mucho tiempo para pensar, las necesidades primero. Cierta vez me gustó un mecánico, vivía con su madre, eran mis vecinos; pero jamás me vieron con buenos ojos. Siempre supe que yo también a él.
-¿Algo más? –Preguntó Aldahir.
-¿Algo más? ¿Qué puede tener de atractivo la vida de alguien como yo? Conocí hace tiempo a una gitana, era buena, no me juzgaba; y leyéndome la mano me dijo que me enamoraría sin que me diera cuenta hasta tiempo después. No creo en nada ni en nadie –Dijo Eugenia María echando la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos.
-Gracias, Eugenia; ha sido todo –Dijo Aldahir poniéndole el dinero en una mano. Ella ya se había olvidado, frunció un gesto.
-Tenía tiempo que no escuchaba mi nombre; Aldahir –Dijo ella. El volteó a verla…
-Ah, es verdad; que te di mi credencial; lo leíste, ¿no? –Dijo él.
-Si. Escritor, ¿verdad; por que? –Dijo ella. Él esbozó una sonrisa, volteó a verla y alzó los hombros.
-No lo se. Ni siquiera he publicado algo, aún así, es lo único que me mueve. Las preguntas que te hice son para un libro; le ven posibilidades, si lo publican y comienzo a ganar dinero iré por ti para que brindemos; y claro, en los agradecimientos estará tu nombre. –Dijo él.
-Cuando te vi pensé todo de ti menos eso, que sería lo de siempre… -Dijo Eugenia-; a lo que me dedico.
-Los escritores son como los abogados o los panaderos, solo personas, también te pude haber pedido eso. El oficio no nos hace diferentes -Dijo Aldahir abriendo la puerta-, como sea, es tarde; te iré a dejar. Eugenia María se levantó y salieron.
La temperatura había bajado en el exterior; estaba cayendo una llovizna dispareja ajetreada por algunas ráfagas de viento.
-Hace frío –Dijo Aldahir, que se quitó la chamarra y se la ofreció a Eugenia María quien la rechazó.
Durante un tramo del trayecto no dijeron nada. Solo se oía la cadencia del agua que no cesaba y algunos ruidos esporádicos en las desoladas calles invadidas por el letargo nocturno.
-Esa de ahí se llama Francisca. Una noche me atacó por que según ella yo era más guapa y le estaba quitando clientes, la desgraciada trató de hacerlo con un cuchillo de comida. Tiempo después me enteré de que le dicen “Pancha la fea” –Dijo Eugenia María en un alto; mirando hacia su izquierda, del lado de Aldahir, a una mujer algo mayor no atractiva. El volteó también, luego contempló a Eugenia Maria.
-Creo… creo que no se equivocaba –Dijo susurrando él. Ella lo miró a los ojos, sus facciones se relajaron y se acercó más.
En ese minuto las palabras se anularon, pasaron a comunicarse en un leguaje más cercano, en una criptografía que solo ellos podían entender y los dispuso ajenos a los sistemas racionales de la mente; depositándolos en las grietas donde la locura, y quizá hasta el corazón; dejan a uno en los vívidos pulsos de los sentimientos que se rebelan.
Fue el instante que consagró la noche. Los movimientos que debían hacer uno y el otro. Se acercaron bastante para que pudieran sentir su aliento, ella rozó delicadamente su rostro con el de él; sintiendo los pómulos, las pestañas, los labios. El, quitando la mano del volante, recorrió el muslo de Eugenia María hasta quedarse debajo de su falda y sentir la tibieza. Nadie opuso resistencia; un beso lento y corto liberaría los últimos racimos de la inquietud de sus emociones.
Se separaron, Eugenia María puso su mano encima de la de él, que todavía estaba en su falda. Se sintió herida, renovada, sorprendida, predecible. Como si no fuera Eugenia María prostituta; sino solo Eugenia María. Temblaba, se hizo pequeña, sencilla, otra vez pura. Su vida ya estaba partida en antes y después de ese instante.
-Atrás hay un ho…. –Dijo estremecida. Parecía otra, sus expresiones se volvieron diáfanas. La respiración galopaba, estaba llena de una ansiedad apremiante y desbordada.
-Solo vamos –Le interrumpió quedo Aldahir poniéndole el dedo índice sobre los labios…
A las 00:31 horas Eugenia María sigue esperando a la enfermera. Llega a la parte que la enloquece. Esa noche, mientras se habían detenido en esa calle, otro auto que iba a exceso de velocidad se impactó contra ellos. Eugenia María sigue sintiendo los vidrios, el acero retorcido; su sangre. Días más tarde despertó en aquel nosocomio. Cuando pudo hablar preguntó por él que iba con ella; le dijeron que no se había salvado.
Eugenia María aún puede sentir el beso en sus labios o la mano dentro de su falda. La lluvia que caía antes de salir. El aliento de Aldahir, los relieves de su rostro; incluso a Pancha la fea. La vieja noche lluviosa que los unió por breves segundos. Su mano sobre la de él. La piel, los nudillos; la tibieza y el deseo y tantas cosas. Quiso ser tomada, deseaba ser deseada; casi lo consigue.
Súbitamente llega la enfermera.
-Mari, sigues despierta... ¿pero que estás haciendo? -Dice la enferme mirando a Eugenia María con la mano en su sexo.